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DON QUIJOTE




FANTASÍA MASÓNICA

¿Por qué don Quijote de la Mancha no fue iniciado en la Masonería?

 
Por Fernando Andrade Uarner, 33°
Valles y Campamentos de Saltillo, Coahuila, México

Junio de 1979 

Cortesía de CONCORDIA No. 1
Xalapa, Veracruz.
 
Los pasos, tardos, cansados y sonoros de un caballo se dejaron oír como un tañer de campanas de la tiniebla.
 
A la puerta de una vieja casona, un hombre ataviado con un negro dominó, que se hacía acompañar de otros dos de parecida catadura, los tres armados hasta los dientes, Salió a recibir al que llegaba. Con bélico ruido de acero y suave tintinear de cobre, un hombre alto, desgarbado y flaco, caballero de lanza en ristre y mastín corredor, noches de claro en claro y días de turbio en turbio y con magro puchero con más de agua que de tocino, descabalgó y ató s su Rocinante a las anillas de hierro de la casona llena de sombras y misterios.

Sobre la macilenta cabeza despeinada y rala, la bacía del barbero, casco de Marlín y cimera de Alejandro, lucía bajo las luces parpadeantes de la estancia como una luna de otoño.

Los tres hermanos le arrebataron sin darle tiempo a respirar siquiera, lo introdujeron a la penumbra de otra estancia y empezaron a dejarlo en abrir y cerrar de ojos, ni vestido ni desnudo, desbridando con gran apuro las piezas huérfanas de aquella armadura bordada de óxido y de orín y pintada con descalabraduras de golpes dados por gigantes y colosos. Bajo el balancín de las hombreras, dos huacos, puntiagudos como puñales asomaron indiscretos; bajo el peto de lámina sonora, los homoplatos, las costillas, la vertebrada columna salomónica surgieron como una segunda armadura menos ruidosa, pero tan fuerte o más que la que envolvía a aquél hombre que iba en busca de la verdadera luz.
El jubón de terciopelo, que se quedaba en tercio, pues de pelo ya no tenía ni sombras, caía en ondas irregulares sobre las piernas esqueléticas. Las medias, de hilo torzal, sueño y pesadilla de la vieja ama, no alcanzaban a disfrazar la magra y débil carne de aquellos muslos huidos ante el espectro real del hambre y la vigilia. Con gruesa cuerda ataron el brazo del neófito, mientras la solitaria calza de su pie derecho hacía contraste con los largos dedos del otro pie desnudo, sombreado con las huellas de una larga ausencia de agua y jabón. Semidesnudo, don Alonso Quijano olía… y no a ámbar.
Varios golpes irregulares y fuertes hicieron temblar la puerta semi abierta y una voz profunda, como si saliera de las catacumbas romanas, gritó angustiada:
 
 -         ¡Alarma! ¡Alarma! A las puertas del Templo llaman profanamente…

-         ¿Y quién osa interrumpir nuestros trabajos?

-         Soy yo, el hermano experto que conduce a un caballero sin tacha, triunfador sobre hidras y dragones, andariegos y duendes; caballero, el más alto de la andante caballería, honra y prez de la virtud que cabalga por el mundo y deshacedor de entuertos y paladín de afligidos.

-         ¿Y con qué derecho pretende que le demos entrada?

-         Con el de haber nacido en el reino de la quimera, de un titán de brazos de mármol y alma de oro; con el de ser amo y señor del ensueño, ser invencible y alguna vez, vencedor en singular combate de los gigantes y del caballero de los espejos, con el de haber hecho huir a turbas y fantasmas y con el de ser esclavo y servidor de doña Dulcinea del Toboso.

-         Siendo así, que pase…
 
 Don Quijote, a cuyo paso retemblaba el carcomido piso de la sala, avanzó cautelosamente guiado por el Hermano Terrible que al fin lo abandonó a su suerte en medio del silencio:
 
 -         ¿Cómo os llamáis?

-         Alonso Quijano, llamado el Bueno.

-         Retiraos, ¡No sois el que esperábamos!

-         Retiradme la venda, malandrín y fullero, dadme mi invencible espada y os enseñaré la forma de tratar a un caballero.

-         Perdonad, vuestro valor es tanto que solo existe un hombre en el mundo que pueda igualarlo y hablar con tanta arrogancia y tanta altivez.

-         ¿Quién, además de mí?

-         Don Quijote de la Mancha, el hombre cuyo lugar estáis ocupando en estos momentos…

-         El mismo que viste y calza, o que medio viste y medio calza. ¡Soy Don Quijote!

-         ¿Sois en verdad el que decís?

-         Probad mi valor y os convenceréis.

-         Nos basta vuestra palabra… Continuemos.

-         Cuando gustéis.
 Y el abatido y cano mostacho del Príncipe de la Sierra Morena, del Caballero de la Triste Figura, hacía más flaca y dolorosa su flaca silueta en medio de aquél aquelarre de sombras.
 
 -¿De dónde venís?

- Del Olimpo, en busca de una Diosa.

-¿Quién es esa Diosa?

- La verdad, fuerte, inmortal y bella, personificada en este mundo por mi señora y dueña, Dulcinea del Toboso, ante cuya majestad hinco reverente la rodilla.

- Deteneos… no debéis inclinaros sino ante el Dios Creador de todas las cosas, ante el Señor de la vida y de la muerte y al que nosotros llamamos el Gran Arquitecto del Universo.

-        Quien me ha creado a mi y a vosotros, el que me dio todo lo que soy y lo que valgo merece mi homenaje, así como lo mereció siempre la dueña de mi vida y de mi muerte, mi Dulcinea.

-        Bien, ya que sois su paladín, decidnos: ¿Qué es la verdad?

-        La verdad única, indivisible, inmerecible, majestuosa y firme, inconmovible y eterna, es el amor.

-        ¿El amor profano?

-        No importa como lo llamemos, el amor es siempre el amor. Brazo fuerte de caballeros y blasón de plebeyos, amor que es dardo y es escudo, que es fortaleza y urna de cristal… Amor que es esencia de todo lo creado.

-        Y decidnos ¿Qué es la belleza?

-        La belleza es todo lo que fulge, lo que alumbra, lo que crea, lo que permanece, lo que admira, lo que no se juzga sino se siente. La belleza, como la verdad, es única y es eterna.

-        Entonces, ¿la verdad y la belleza son Dios?

-        ¡No! Dios es un poco más. Dios es una virtud y una belleza. Dios es uno en sí y en todo: en la roca y en la nube, en el mar y en el pétalo, en el perfume y en el veneno, en el primer vagido de un infante y en el postrer suspiro del moribundo, en la nieve que corona la montaña y en la arena de oro de las playas, en el cielo y en la llanura inmensa de la Mancha.

-        Luego ¿Dios es todo?

-        ¡No! Dios es más que todo, puesto que está en la nada, y porque habiendo sido antes de la nada, es la propia nada.

-        ¿Qué es la nada?

-        Todo…

-        ¿Y qué es todo?
-        Todo es un soplo, una chispa inteligente que nos permite adivinar lo increado y sentir lo que nos rodea. Pero ese soplo, siendo todo, es nada cuando desaparece con nuestra muerte.

-        Decidnos ¿matar es noble, justo y permisible?

-        Nadie mata a nadie simplemente, sirve de instrumento al destino y hace que se cumpla.

-        ¿Es reprobable el duelo?

-        ¡No! Cuando atacamos al más débil no hacemos sino acatar el dictado de que somos los lobos del hombre. Obedecemos a un impulso divino que castiga y premia. El mundo es de los fuertes, y cuando luchamos con alguien que nos aventaja, aceptamos el reto de la propia vida, dando o quitando lo que es de Dios. Matar es tanto como tener un hijo, ambas son circunstancias inapelables y desconocidas. Matar o dar vida a una nueva criatura es servir a ese Dios que marque el principio y fin de todo lo creado.

-        ¿Creéis en la igualdad?

-        ¡No! La igualdad es imposible. Los dedos de la mano, aún siendo de la misma naturaleza y del mismo tronco, no son iguales. Un hombre no es igual a otro hombre, aún naciendo del mismo vientre. En la amarga escuela de la vida llevan distinto nombre, distinto corazón y un cerebro que lo lleva por diversas rutas.

-        ¿Qué pensáis de la fraternidad?

-        Que también es un mito, pues si no podemos ser iguales, tampoco podemos ser hermanos y debemos admitir que no podemos sustraernos a esa ley inmutable que hace reyes y esclavos, nobles y plebeyos, tontos y sabios, ricos y pobres, meretrices y madonas, barraganas y vírgenes, sacerdotes y bandidos, caballeros y follones y malandrines.

-        Y la libertad ¿existe?

-        No hay más que uno, la de echar andar por el bosque o el camino, encerrarse en la torre de marfil de la propia libertad y acatar lo hecho y mandado por los hombres: el rey, los impuestos, las leyes, la escuela, la religión, la cárcel, el pudor y la costumbre, que no son sino algunas fronteras de lo que llamamos libertad. Esta no existirá jamás, ni siquiera si alguna vez los hombres fuésemos iguales y fuésemos hermanos.

-        ¿Qué le debéis a Dios?

-        A Dios le debo una vida que no le pedí nunca, pero como se la devolveré algún día me siento libre de tal deuda.

-        ¿Qué debéis a nuestros semejantes?

-        Al barbero, por sus eminentes servicios, por tres sangrías que me hiciera cuando tenía sangre, debo tres octavos; a mi fiel escudero Sancho, le debo claridad de pensamiento, enseñanza del pueblo que sufre y espera, la frase que no deja dudas, lealtad de perro en corazón de hombre, mucho le debo, pero como a Sancho tampoco podré pagarle jamás, puesto que los caballeros andantes no tenemos bienes terrenos, a ambos pagaré con la misma moneda de aire y luz. Así pues, declaro que en verdad, nada debo a mis semejantes.

-        Y a vos ¿Qué os debéis?

-        Me debo la gloria y la inmortalidad.
 A la última palabra, el Hermano Experto se acerca al blasfemo y le coloca la punta de una espada sobre el pecho.

-   ¿Qué sentís?

-   Mi carne, acostumbrada a las odiosas ventas de los caminos, a piquetes de alacranes y lanzadas de dragones, a puñaladas de malandrines y a mordidas de leones; acostumbrada a los soles de la sierra morena ya los palos de los pastores, apenas si siente un leve punzón sobre mi ardiente y noble corazón.

-   ¿Es una espada?

-   ¿Una espada? Mal habrá de vigilias y de ayunos quien tan débilmente la empuña. Mano quizá más acostumbrada a laúdes y mandolinas que a mandobles, masas y lanzones.

-   ¡Que Dios os guarde de que penetre en vuestro pecho! Es el castigo que se daba, y que aun se da, a quienes cometen perjurio y faltan al honor de nuestros elevados principios.

-   Tranquilo estoy, pues o habría de creer que un malhechor me hiriera estando inerme y desvalido… Además, quizás esa mano no podría hacer de mi carne la vaina de tan villana hoja.

-   ¿Pues a dónde vais?

-   Ya os lo dije, a la gloria.

-   Y ¿qué es la gloria?

-   Encontrar la verdad y la virtud, la belleza, la fuerza y el candor, personificadas por mi señora Dulcinea, para entregarle mi ínsula Barataria donde ella reinará sobre mí y nuestros súbditos.

-   ¡¿Y qué pretendéis encontrar ahí?

-   Gigantes que abatir, brujas a quienes arrebatar sus negros poderes; malandrines que son carne de horca, falsos gobernantes que medran y enriquecen a costa del pueblo; vasallos miserables e irredentos para encadenarlos y enviarlos a galeras; mujeres que abortan y que merecen el infierno; señores que embodegan su vino, su trigo, su aceite y sus doblones, para meterlos a la cárcel y dar al hambriento pan, al desnudo un vestido, al ignorante la luz, al peregrino un abrigo; mercaderes sin conciencia que encarecen sus mercaderías y aumentan el hambre de los desheredados; frailes que venden al mejor postor parcelas del terreno divino, abogados que tuercen las leyes en provecho del magnate; médicos que nos esquilman con sus panaceas mentirosas; poetas que escriben en mal verso y atropellan el lenguaje de mi caro amigo, Don Miguel de Cervantes; prebostes que ignoran lo que es justicia; fingidas doncellas que blasonan de un amor que no conocen ni practican; estatuas de sal que no saben de sacrificio y de renunciación; nobles que lo son tan solo de nombre y que mantienen vivos sus derechos de pernada y de primicias… En fin, hay tantas cosas que hace y que buscar en este mundo, que no terminaría jamás en su relación y ajuste de cuentas.

-   ¿Qué es justicia?

-   Una vara que se dobla, vara imantada por el poder y que se inclina a favor de quien lo ejerce. Los hombres con la escarcela llena no son hombres frente a la justicia, sino mercaderes que la compran. La justicia humana es una balanza manejada por una Diosa ciega y proxeneta, pero no es sorda, pues conoce el ruido y el peso del oro.

-   ¿Repartirías vuestros bienes con los necesitados?

-   ¡Si!

-   ¿Por qué?

-   ¡Porque nada tengo!

-   ¿Y si tuvierais?

-   ¡No!

-   ¿Por qué?

-   Porque dar es ofender a quien le damos y recibir es envilecernos.

-   ¿Queréis jurar, cumplir y acatar nuestras leyes?

-   ¡No! Porque nadie debe jurar sin saber lo que jura. Los juramentos se hicieron para los humildes de corazón, para los débiles, para los que al sentir que su voluntad flaquea, tiene que asirse a una tabla de salvación por medio de un juramento.

-   ¿Sabéis que podéis quedaros aquí para siempre?

-   ¡No me importa! Vivo, lucharía contra las fuerzas ocultas del mal y la injusticia, reina del mundo; muerto, me daríais la vida y la gloria eternas.

-   ¿No teméis a la muerte?

-   ¡No soy tan loco! La muerte no existe. Mientras vivimos nos damos cuenta de ella porque la vemos, pero sin sentirla en nosotros, no es ajena. Cuando morimos no sabemos que estamos muertos. Luego… ¿Qué es la muerte? Algo para nosotros tan desconocido como el séptimo cielo de Mahoma.

-   ¿Qué? ¿No sois cristiano?

-   En cierta forma. Cristo fue un sacrificado voluntario; como Dios, sabía de su sacrificio; como hombre, lo presentía, pero como Dios no supo, no quiso o no pudo evitarlo, sabiendo que sería inútil, y como hombre tuvo que sangrar y que llorar. Su sacrificio es menos valioso de lo que suponemos. Pudo salvarse y salvarnos, y no lo hizo. Creyó redimir a la humanidad y tampoco pudo lograrlo. A mi juicio, un Dios que se equivoca es muy poco Dios, y un hombre que rehúsa a ser un bien eterno, no merece nuestro homenaje. El sacrificio de Cristo fue, pues, del todo inútil. A pesar de él, los hombres seguimos siendo los lobos de los hombres.

-   ¿Creéis en Dios?

-    ¡No! Siento su influencia; Dios es la vida y es la muerte, es la fuente suprema y única de las cosas, porque ambos estados son los límites de nuestro tránsito en el mundo. Entre la nacencia y la muerte se encierra todo lo que habremos de ser, de sentir, de pensar, de sufrir o de gozar. Dios es la causa y el efecto y está en todas las cosas: el cielo, en la tierra y en todo lugar, en la piedra y en el éter, en el sol en su cenit y en el gusano en su antro, en el fulgor lleno de belleza y de un ave en vuelo y en el tenebroso infierno del alma de un asesino. Dios lo es todo, y si Dios está aquí, esta en la espada que no se hundió en mi cuerpo, en este lazo de esparto que no ata, en mi pie descalzo y en mi pie con calza;  en mi pecho y en vuestros pechos, esta en y con nosotros… Y si Dios está en mí, tengo algo de Dios, y si tengo algo de Dios, soy indigno de tamaña ofrenda, y sabiéndome tan desvalido y tan pecador y tan mísero ¿Cómo habría de creer en un Dios del cual soy parte?

-   Por último, decidnos ¿creéis en la fuerza creadora?

-   ¡Tampoco! Fuerza creadora o superior es la que hace a los hombres grandes, la que hace mártires y santos, guerreros invencibles y sabios sin sueño ni descanso, médicos que curan la lepra, vírgenes, poetas, videntes, anacoretas y cantores… Y si esa fuerza reside en los hombres, es cosa de hombres, y ¿Por qué habría de creer en una fuerza humana? ¿Por qué creer en algo mortal, terreno, bastardo y sucio, obediente de la carne? ¿acaso hay poeta con nefitis, escultor con anquilosis, guerrero con vahídos, astrónomo con miopía, sacerdote con cálculos biliares?

-   ¿No creéis pues en la humanidad?

-   ¡No! Puede haber hombres como los que acabo de citar, con enfermedades como las que he dicho. Adivinaba vuestra pregunta, pero a mi pregunta ¿acaso ello los hace buenos e inmortales?

-   Cumple a mi deber, informaros que después de haber escuchado vuestra incoherente forma de pensar, no podemos aceptaros en la Augusta Institución que os habla por mi conducto.

-   Ya lo sabía y lo siento… Por vosotros. Perderéis conmigo la quimera, la sana locura de los soñadores, la realidad tangible de los prácticos; perdéis, al rechazarme, la única oportunidad que se os deparaba para ser inmortales; perdéis la única razón que deberíais tener para afirmar que vuestras doctrinas son indestructibles e inatacables, justas y fraternales. Vosotros perdéis más que yo, os lo aseguro.

-   ¡Arrojadlo de aquí! Rugió con ira incontenible el Venerable Maestro. ¡Sacadlo de aquí para que no nos contamine!
El Hermano Experto, que sentía el deseo de quitarlo lo malandrín al obcecado caballero y que hubiérale hecho pagar sus desacatos durante los tres fallidos viajes simbólicos, en donde le hubiera arrancado pelo tras pelo de las flacas piernas, lo arrastró rabioso e iracundo, lo llevó a pasos perdidos, le puso la armadura dejando el peto en lugar de la espaldera, el cinto de revés y la espada a la derecha, lo sacó del templo a empellones.

 Ya en la calleja oscura, atravesó el lanzón sobre el lomo del filosófico rocinante; puso las espuelas con las rodajas mirando al cielo y la vasija del barbero en lugar del orinal, colocó como un fardo el magro caballero a través de su cabalgadura, fustigó a ésta sin piedad provocando la inusitada carrera del jamelgo, que por la calleja pintada de negrura iba arrancando con sus gastados cascos, al chocar con los pedernales del camino, áureas chispas, como minúsculos rayos, dejando un sonoro ruido de acero y cobre que la armadura de Don Quijote, el caballero de la ilusión y la desesperanza, musicaba el trote monótono y cansado del infeliz jamelgo.
Todo había pasado… la noche se hizo más noche y las estrellas contemplaban, mudas y temblorosas, la marcha de la quimera rumbo a lo desconocido, al silencio y al olvido.

He aquí, hermanos míos, porque no fue iniciado en la Masonería Don Quijote de la Mancha, Don Alonso Quijano, llamado el bueno.
 
 CONCORDIA No. 1
“Desde 1869, trabajando el Arte Real…”
 


 

 
   
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